RELATO BREVE MÉXICO: La recolectora de piedras del Moldava

Cecilia Sámano Queitsch es autora de esta historia que estuvo entre las finalistas del concurso literario Piensa en algo bonito, sueña con Chequia, convocado en México por la revista cultural La Tempestad y la Oficina de Turismo de la República Checa. Conoce a Rusalka y viaja con la imaginación a Český Krumlov.

Por: Colaborador invitado

Publicado: Mayo 06, 2020

LA RECOLECTORA DE PIEDRAS DEL MOLDAVA

Cecilia Sámano Queitsch

Rusalka vivía lejos del río Moldava, más allá de los jardines del castillo, dentro de las profundidades del bosque de la montaña. Desde que murió su abuela Ježibaba, la única compañía que tenía en casa eran los gatos y una sola cabra. Había heredado el oficio de Ježibaba, aunque no creía poseer el talento y vocación de su abuela. La primera vez que atendió sola a alguien que necesitaba un remedio para bajar la fiebre, los nervios se apoderaron de ella; sabía exactamente qué plantas curativas le habría pedido su abuela que fuera a buscar, pero al momento de entregar el antídoto le quedó la sensación de haber cometido algún error y de que le había dado veneno al enfermo.

A menudo, visitaba el pueblo después del mediodía para llevar sus entregas a la gente que requería medicinas del bosque. En primavera y verano hacía la recolección de hierbas y demás ingredientes, pero, aunque disfrutaba los largos días de sol y pasear entre las flores y las aves de la floresta, esta tarea podía llegar a ser muy cansada y solitaria, sobre todo, desde la muerte de Ježibaba. En cambio, en el poblado se dejaba contagiar por la algarabía de los habitantes y turistas. En invierno, se dedicaba a la elaboración de sus compuestos curativos y cuando visitaba el pueblo encontraba las calles oscuras y desiertas; entonces, Rusalka podía escuchar el eco de sus pasos y le daba la impresión de que no iba sola. Sabía que Český Krumlov era un lugar tranquilo donde nadie trancaba la puerta de su casa, pero, aun así, se estremecía cuando tenía que cruzar el puente de cuyas rendijas brotaba la neblina que envuelve al río serpentino. Tenía miedo de encontrarse con una bruja; la imaginaba semejante a las marionetas que vendían en el pueblo: de cuerpo enjuto y jorobado, envuelta en varias capas de faldas y vestidos, el rostro arrugado cubierto bajo un pañuelo del que se asoma una nariz retorcida y unos ojos verdes enigmáticos, acompañados de una sonrisa chimuela. Entonces, le venía a la mente Ježibaba y le tranquilizaba saber que, aunque bruja, había sido la mujer más buena que había conocido y que, pese a su vejez, nadie, ni nada, la hacía sentir más protegida que pensar en ella.

A Rusalka le parecía gracioso que se dijera de ella que también era una de esas criaturas sobrenaturales, sólo porque vivía en el bosque, recolectaba hierbas, raíces y flores y sabía preparar brebajes y tinturas. La gente que lo decía no sabía que a ella también le daba miedo encontrarse con una bruja.

Una noche de invierno, Rusalka subió hasta el primer círculo de la ciudad, montaña arriba, cerca de la iglesia de St. Veit. Como era su costumbre, caminó a ritmo veloz para mantener el calor, vencer el miedo y permitirse algunas paradas para admirar la vista de la ciudad. El pueblo le parecía encantado por las hadas. Entraba por el puente del castillo; minutos después lo veía desde lo alto, en los miradores naturales de la montaña, y contemplaba la pronunciada curva del río alrededor de la cual está construido.

Desde ahí, pudo ver a unas personas reunidas alrededor de los puestos de madera afuera de la iglesia. Comenzaba la feria de adviento, que atraía a los extranjeros por la moldavita. El mineral era único y la forma de obtenerlo un misterio. Se sabía que la hermosa piedra verde se encontraba en la ribera, entre las otras piedras originarias. Era un regalo para el pueblo que alguien dejaba en la puerta de la iglesia desde que se tenía memoria, pero nadie sabía cómo ni cuándo había comenzado. Había suficientes gemas para que todos subsistieran de su venta, aunque en los últimos tiempos aparecían en menor número y la gente del poblado comenzaba a angustiarse por la escasez, pues era su sustento y una de las creencias del lugar. Rusalka nunca se quitaba sus perendengues de moldavita. Cuando Ježibaba le horadó las orejas, le dijo que siempre debía llevar cerca del cabello el fuego ancestral que habita en el cristal glauco.

Los visitantes estaban encandilados con el aromático vapor que despedían sus tarros de vino caliente y no notaron que Rusalka pasaba por ahí. También a ella le embriagaba la emanación del vino. Pasaba sus días en el bosque y no tenía la costumbre de saludar a nadie. Había notado que la gente del pueblo cruzaba miradas y saludos al encontrarse por el camino, pero cuando ella pasaba fortuitamente junto a alguien, era como si no la viera.

Por eso la sorprendió la primera noche que vio a Milanka. No era sólo que estuviera entre la niebla, a la orilla del río, casi imperceptible y sola, como Rusalka; sino que llevaba una canasta en la que depositaba algo que recogía de las aguas. La atención de Rusalka estaba cautiva por la mujer, no era común ver a una joven sola entre la noche y el vapor helado del río.

De pronto Milanka alzó sus ojos moldavinos hacia Rusalka y sus miradas se encontraron, se reconocieron. Milanka también reaccionó con desconcierto ante la visión de la otra joven que la contemplaba. A partir de entonces, cada vez que Rusalka cruzaba el puente, su danza de miradas se convirtió en un ritual, hasta que una noche Milanka la llamó y le pidió que esperara. Cuando la alcanzó en el puente de madera le dijo: “Te he visto sola y he notado que me miras. Es muy extraño, porque estoy segura de que nadie más puede verme entre la niebla, pero tú sí. En fin, me preguntaba si te gustaría ayudarme”. A Rusalka la sorprendió todo lo que decía Milanka, y la vergüenza también la invadió porque cayó en cuenta de que se le quedaba mirando fascinada sin ofrecerle un poco de ayuda. “Claro, por supuesto. Pero ¿cómo te ayudo? ¿qué es lo que haces?”. Milanka la miró de la misma manera que la primera noche, con sus ojos glaucos, y le dijo: “Soy la recolectora de piedras del Moldava. Sólo alguien con moldavitas en la mirada puede identificar las piedras que sirven y todas las mujeres de mi familia han tenido el fuego eterno en el alma, y por lo que veo tú también. Supongo que por eso puedes verme y yo a ti. Creo que podrías ayudarme… sería una labor menos solitaria”. Rusalka se sintió hechizada por las palabras y la mirada de Milanka. Mirarla a los ojos era como verse a sí misma en el espejo. A la vez encontró dentro de sí una forma de amor que no había conocido hasta ese momento. Le ayudó y, aunque hasta entonces no le habían interesado las moldavitas, las que servían se iluminaban para ella entre las rocas y el agua.

Milanka le contó todo sobre el oficio que le había heredado su abuela y cómo, desde su muerte, no lograba recolectar todas las piedras. Era una labor tan mágica que, tras barrer ambos recodos del Moldava, Milanka le pidió a Rusalka acompañarla de nuevo la siguiente noche. A cambio, Rusalka la invitó a visitarla en el bosque, le enseñaría a preparar remedios y luego, en verano, a recolectar hongos, frutos y raíces.

Así fue como se juraron amistad eterna y las dos se convirtieron en las recolectoras de piedras del Moldava y excelentes hierberas. Las moldavitas volvieron al pueblo en abundancia, pues dicen que las brujas, como la luna, reflejan la luz de otros astros y entre ellas potencian su magia.

Český Krumlov es un rincón mágico, que debes visitar sin falta.

Descubre las leyendas de Český Krumlov.

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