De cómo Miguel Delibes se perdió 4 veces en el camino de Brno a Ostrava
En el año de su centenario reconstruimos los pasos de Miguel Delibes por Praga y Brno en su visita a Chequia durante la histórica Primavera de Praga de 1968.
Por: Colaborador invitado
Publicado: Noviembre 24, 2020
¿Cómo es posible que Miguel Delibes se perdiera 4 veces en los 160 kilómetros que hay ente Brno y Ostrava? Para averiguarlo, primero habrá que saber qué es lo que hacía en esas ciudades checas el escritor vallisoletano que en 2020 hubiera cumplido 100 años; el autor que acercó el campo castellano a dos o tres generaciones de lectores, entre ‘El camino’ (1950) y ‘El hereje’ (1998); el eterno candidato a un Nobel de Literatura que al final sería para el otro nobelizable español de su generación, Camilo José Cela.
Miguel Delibes escondía su cosmopolitismo espiritual de intelectual que no quería serlo debajo de una boina y rescataba al hombre del campo cuando eso no era nada mainstream. Por eso, hay una porción grande de lectores de ‘El camino’ que sólo se lo imaginan saliendo al campo a cazar, no muy lejos de su casa de Sedano (Burgos) o de su céntrico piso de Valladolid. Pero esta es sólo la mitad del retrato de un escritor curioso que viajó cuanto pudo por Europa y por América y que estuvo en República Checa en la fecha clave de 1968. Lo contó en el libro, ‘La primavera de Praga’, en parte análisis político y en parte crónica de viaje, pero sobre todo un humanísimo “homenaje al sufrido y heroico pueblo checoslovaco y a cuantos pueblos, a lo largo de la historia, vieron sus voces sofocadas por el inhumano argumento de la fuerza”. Las universidades de Praga y Brno le habían invitado junto a su mujer, Ángeles Castro, a dar unas charlas sobre la literatura española del momento. Ambos aprovecharon para conocer un país prácticamente inaccesible para el viajero español de entonces.
Brno: de Napoleón a los Beatles
Sus primeras anotaciones turísticas son sobre Brno y comienzan con una visita literaria: Delibes recorre el castillo de Spilberk, en Brno, para conocer la celda en la que el conspirador italiano Silvio Pellico escribió ‘Mis prisiones’ en 1822. La ciudad es protagonista de excursiones como la que le lleva a la loma desde la que Napoleón condujo la batalla de Austerlitz. Si Bonaparte dirigió desde allí a sus tropas “con la precisión y la eficacia con que un ajedrecista consumado manejaría a sus peones sobre el tablero cuadriculado”, el escritor aprovecharía para ver desde las alturas “las faustas y fecundas tierras de Brno”. Hoy, un museo situado en el edificio de 1785 en el que durmió Bonaparte conmemora el acontecimiento y, entre los montículos y viñedos que fueron campos de batalla, los recuerdos se suceden: la capilla blanca de la colina Santon, en Tvarožná, donde anualmente se reproduce la batalla; las fosas comunes de Šlapanice; el Montículo de la Paz, la obra art nouveau de Josef Fanta en la colina Prace; o la representación en granito de la batalla en la colina Žuráň, la misma en la que estuvieron Napoleón y Delibes, y a la que éste califica de “generoso monumento”.
El autor, entonces de 47 años y muy interesado en tomarle el pulso a la calle, recorre también un mercado en Brno. En sus puestos encuentra únicamente “zanahorias, manzanas, coles, apio, nueces, puerros y lechugas”, lo que le habla de la escasez de aquellos años. Aunque no lo especifica, el mercado bien podría ser el de la Plaza del Mercado de Verduras, un entorno palaciego que data del siglo XIII y que está presidido por la Fuente de Parnas, de 1695, con aire de cueva y esculturas que representan los imperios clásicos, de Babilonia a Persia. A su alrededor se sitúan distintos edificios barrocos, como el palacio Dietichstein, que acoge el Museo de Moravia. O el Teatro Reduta, de 1730 y considerado el más antiguo de Europa Central. Como los puestos del mercado llevan animando la plaza desde el siglo XV, es más que posible que fuera allí donde Delibes encontró ese escaso catálogo verdulero que le produjo “una impresión penosa”.
En Brno, el escritor lo mismo va a misa de ocho a la catedral de San Pedro, en la que sólo se cruza con un centenar de fieles, que al “hermoso Café Boheme”, donde los jóvenes checos escuchan música de los Beatles y asisten a espectáculos de marionetas. Habla también de un teatro nuevo con “mil quinientas butacas en dos pisos, con una visibilidad perfecta, escenarios giratorios, luminotecnia eficacísima, escenografía deslumbrante…”, que sin duda es el Teatro Janáček, terminado en 1965. La ciudad cuenta con una impresionante tradición escénica, con edificios como el citado Teatro Reduta, el Teatro Nacional, de 1884 y primo hermano del Nacional de Praga, o el Teatro Mahen, el primero en tener luz eléctrica en Europa gracias al propio Edison.
La Praga efervescente de 1968
Praga es la otra ciudad a la que se asoma el vallisoletano. El eco de sus pasos se puede seguir por los históricos pasillos de la Universidad Carolina, la primera de Europa Central, fundada por Carlos IV en 1348. Mientras imparte sus conferencias sobre novela española a jóvenes “sólidamente preparados” se la encuentra llena de “carteles, octavillas, folletos, reuniones… de efervescencia, en una palabra”.
Delibes pasea luego por la capital y elabora una completa guía para el viajero, comenzando por las orillas del río Vtlava (“pacífico río, río de llanura, pero con un notable caudal de agua”). “Praga es bella -escribe- por lo que conserva de ayer y de anteayer; por lo que los hombres de hoy todavía no han enderezado. (…) La hermosura de Praga estriba en (…) el carácter”. A su juicio, “el verdadero sabor de Praga se concentra en el espacio que media entre el puente de la ópera y el puente Jana Svermy, incluidos, por descontado, los dos barrios que flanquean ambos costados del río. A la izquierda, aguas arriba, tiene usted el barrio de Malá Strana, con el castillo —el famoso castillo de Praga, antigua residencia del rey de Bohemia y hoy del presidente de la República, con su sala española y la histórica ventana de la defenestración— y la catedral”. Para el autor esa zona encierra “una sinfonía monumental gótico-barroca” con “los mejores ejemplares del gótico internacional, del barroco italiano y del Renacimiento”.
En su paseo por las zonas históricas de Praga llega al puente de Carlos. “Es uno de los primeros puentes de Europa -explica- y se construyó poco después del año mil”. Cómodo en su papel de guía turístico, recorre el elevado distrito de Malá Strana y lo mismo describe la sucesión de “viejos palacios de la vieja nobleza rodeados de fronda, arcaicos vestigios de las influencias italiana, germana y española” que el culto al Niño Jesús de Praga en la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria. Observa que el barrio “desde abajo, constituye una escenografía encandiladora y, desde arriba, facilita un mirador pintiparado para otear Praga en una dilatadísima perspectiva” y admira las muchas torres de la ciudad. “La contemplación de la ciudad desde lo alto del castillo produce una impresión de serenidad y sosiego; de historia remansada. Le incrusta a uno, sin pretenderlo, en el pasado”, concluye.
La Ciudad Vieja, “aguas arriba del Vltava”, el lugar de nacimiento de Kafka, se le antoja, ella misma, kafkiana. “Yo diría que es un trasunto urbano del cerebro caótico y genial del autor de El proceso -explica con agudeza-. Los pasadizos, túneles, arcos, bóvedas, pasajes y patinillos se cruzan y entrecruzan: conducen a todos los sitios y no llevan a ninguna parte. El barrio encierra un encanto raro, un aire misterioso que le inclina a uno a hablar a media voz”. Todo aquí le llama la atención: los gatos deslizándose entre los cubos de basura (“grandes y perezosos”) y el viejo pavimento (“incómodo y hermosísimo”) y la colorida Callejuela de Oro del castillo (“chafarrinón que constituye el adecuado contrapunto de la severa grisura del resto de la ciudad”).
Y, por fin, tras esta ruta praguense en la que todo se conserva hoy tal y como lo recorrió Delibes, volvemos a la pregunta inicial: ¿cómo pudo el escritor perderse 4 veces ente Brno y Ostrava? Para resolver este enigma viario se puede echar mano de una respuesta y de una conjetura. La respuesta es la que da el propio autor: “las carreteras checas, en parte de adoquines, son malas. El bache alevoso, el badén, la curva imprevista, el cambio de firme, los bordes descarnados le sorprenden en todas partes. Y digo que le sorprenden porque la señalización no existe”. La conjetura se basa en que si hay algo seguro es que el cazador tira al monte y que la caza menor era la gran pasión de Miguel Delibes. En un capítulo asegura que cerca de Brno está “el paraíso terrenal para un cazador”; cuenta que existe “una densidad de faisanes, perdices y liebres que no he podido ver con mis propios ojos en ningún lugar de la tierra”; habla de liebres como canguros que levantan polvo como caballos y relata que “he cobrado un faisán con el parabrisas”. Exageraciones de cazador aparte, no resulta difícil imaginar que, de camino a Ostrava, un apasionado del campo como Miguel Delibes estaría más atento a ver por dónde saltaba la liebre (literalmente) que a las indicaciones de unos carteles que, probablemente, tampoco estaba entendiendo.